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ramente aquello no era un sermón corriente, sino una verdadera y magistral lección de Sagradas Escrituras. Quien no quedase conven– cido, al menos quedaba mejor instruido para comprender el texto en que apoyaba su fe. Hablaba con tal dulzura y sencillez que los judíos, oyéndose llamar «carz'simos hermanos», dieron en llamar al santo «nuestro amado predicador». Desde 1592 a 1594 predicó a los hebreos en Roma, y su tacto, cariño y mesura, alejados de toda vanidad y ostentación, hicieron que ganase sus voluntades. Terminada su predicación, aún le seguían recordando con sumo afecto. Así, por ejemplo, vuelto el santo de Ale– mania, le encontraron algunos de los principales judíos en San Juan de Letrán. Le dieron amablemente la bienvenida, y al otro día muy temprano fueron al convento los principales rabinos en nombre de la sinagoga, suplicándole fuera a verles. También predicó a los judíos en Ferrara y en otras sinagogas de Italia, con riesgo de su vida, pues en Venecia, por ejemplo, viendo la fuerza de su persuasión, se conjuraron los rabinos más principales e intentaron darle muerte. Pasando por la ciudad de Casal, su obispo, monseñor Carreta, le invitó a que predicase a los judíos en la catedral, donde para evitar confusión se cerraron las puertas. Los más sabios maestros de aquella sinagoga decían: «Jamás ha hablado ningún hom– bre como éste». Estando el santo en Praga, en calidad de Comisario General de la Orden, quiso el cardenal Spinelli hacer una curiosa experiencia. Con– vocó en su palacio al padre Brindis con cuatro de los más entendidos rabinos de aquella sinagoga. Acudieron éstos, a lo que podría lla– marse disputa teológica, provistos de libros, mientras que San Lorenzo no llevó más auxilio que su memoria y la prevención de una larga oración. Para escucharles se había juntado gran concurso de eclesiásticos y seglares. Argumentaron primero los hebreos, mirando y revolviendo libros y textos. A todos estos argumentos contestaba San Lorenzo citando de memoria no sólo la Biblia hebrea, sino tam– bién a los principales autores judíos, incluso a los más antiguos y raros. Refutaba a los autores propuestos con otros de la misma len– gua, de manera que sus adversarios veían volverse sobre ellos a sus propios maestros. De la Biblia señalaba qué pasajes estaban viciados, 22

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