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Ante la imagen del Cristo de El Pardo, las personas que la contemplan experimentan simultáneamente el estremecimiento del arte y la plenitud de la piedad. No es frecuente acoplar estos dos sentimientos. Se ha observado que las imágenes más veneradas no es necesario que deslumbren por sus esplendores estéticos, como si éstos fueran un velo demasiado humano y hasta carnal, que se interpone entre la per– fección artística y la actitud religiosa. Sin embargo, el asombro placentero de lo bello no tiene por qué con– traponerse a la verdadera religiosidad y devoción. Más bien, arte y belleza son camino y contacto de Dios. En el caso de esta celestial imagen de Jesús yacen– te, obra de Gregario Hernández, la humana perfección se diluye, a la vez que se acrecienta, ante el efluvio de santidad que emana de la figura de Cristo. Cuando, además se ha convivido con esta presen– cia, año tras año desde la adolescencia, y ante ella y · por ella se han verificado las experiencias e intimida– des de la vida sacerdotal, religiosa y franciscana, hay que hacer constar también otros valores y aspectos que rodean la venerada imagen. Así lo saben y viven los capuchinos que moran en el convento y seminario de la colina, sobre los cuales 5

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