BCCCAP00000000000000000000808

Todos los sacrificios derramaban cascadas de sangre para aplacar la ira de Dios, y expiar por los pecados de los hombres. Pero no podía ser suficiente. Entonces él mismo prestó su sangre. Fue una transfusión a vi– da o muerte. A tumba abierta. Al tope. "Presentóse Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futu– ros, a través de una Tienda mayor y más perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir, no de este mundo. Y penetró en el san– tuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna". Y sigue hablando la Carta a los Hebreos de ese trágico poema de amor. Una carta de amor escrita para cada uno de nosotros. Pues la expiación de Cristo no se limita a un minuto de la historia. Suma y sigue sin fin. A mayor delito, mayor expiación. El hombre había perdido casi toda su sangre. Urgentemente ne– cesitaba una transfusión. Era cuestión de vida y muerte. Se tendie– ron varios brazos generosos. Y tomaron sangre, sucesivamente, de uno después del otro. Necesitó muchas veces sangre de otro, y ese otro siempre estaba allí para ofrecer su vena. Cuando se lo contaron se emocionaba y no hacía más que de– cir: "Y todo eso por mí". Si nosotros meditásemos en esta divina transfusión de sangre, haríamos mucho más que emocionarnos. Porque por nosotros, con un amor incomprensible por mucho que lo pensemos, Cristo dio su sangre en expiación de nuestros pecados. Lo de San Pablo es actual en la vida de cada uno de nosotros: "Me amó y se entregó a !a muerte por mí". Hubo un filósofo que escribió: "Toda sangre es demasiado pu– ra para ser echada a la multitud". Pues, amigo, yo sé de uno que lanzó toda su sangre sobre la multitud de ros pecados de los hom– bres. -91-

RkJQdWJsaXNoZXIy NDA3MTIz