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Detrás de todo está la mano de Dios. Esa mano que castiga y acaricia. Esa mano que guía, esa mano que trae el desquite y la salvación. El desierto significa mucho en la vida cristiana, desde que Cristo nos enseñó en el desierto a vencer las tentaciones. En tres resumió él todas las posibles tentaciones, las tres dimensiones de una misma tentación. Cristo escogió muchas veces el desierto como lugar de ora– ción y de predicación y de milagro. Pero no para quedarse allí. Si– no como trampolín para subir a ideas mayores. Para que despega– dos del lastre de tantas cosas le comprendiesen mejor su mensaje. La enfermedad es el desierto de cada uno. Cuando las fuerzas revientan en nuestro cuerpo,. florecen en él mil tentaciones y se– ducciones. Aunque no sea nada más que la tentación de avasallar– lo todo. De dominarlo. De creernos algo por nosotros mismos. Nos olvidamos entonces más fácilmente de Dios. Llega la enfermedad y nos doblega. Nos para en nuestra acti– vidad. Nos enrabieta. Pero así quietos, pensamos un poco en lo poco que somos. Que un microbio puede frenarnos en nuestra ca– rrera. Y el mundo sigue tan campante. Y resulta que nosotros no éramos tan necesarios, tan imprescindibles, como nos creíamos. Pero hay entonces, si somos hombres de fe, algo que sí nos sugestiona. Algo, Alguien mejor dicho, que sí se preocupa de nos– otros: es Dios. Ese Dios que quiere purificar nuestra alma por el dolor. Para que le veamos mejor después de que nuestras lágrimas nos han lavado el polvo de tantas vanidades. La enfermedad puede ser el desierto particular de cada uno de nosotros. Lo importante es que sepamos llevarla. Ver en ella la mano de Dios, que nos guía de una manera misteriosa. Que no nos revolvamos contra él, que no le blasfememos quizá, como los is– raelitas en el desierto. De ellos hemos de aprender la lección en nuestro desierto particular. -79-
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