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to no se pronunciaba el nombre de Dios, porque era como tomar posesión de él. Es justamente lo que Cristo hace, dárnoslo, entregárnoslo, pa– ra que le poseamos. Que es eso amarse, enamorarse. El amor es comprometerse el uno en el otro, es estar el uno en el otro. Es no hacer dos, sino uno sólo. Y por eso dijo San Agustín tan bellamen– te: Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciera Dios". Eso lo consigue el amor. Eso será todo el cielo. El amor eter– no a Dios. Es únicamente entonces cuando el amor se hace eterno. Esa palabra con la cual andan jugando los enamorados, sólo es realidad cuando se habla con Dios. En ese juego de palabras que Cristo emplea al despedirse de sus discípulos les viene a decir que la posesión será para siempre, y que no existirá la separación. El amor conseguirá todo eso. Ese amor comienza aquí abajo. Tiene sus raíces en este nues– tro corazón humano que ama tantas cosas. Desde ahora podemos comenzar a amar a Dios con todo el corazón, aunque la plenitud llegue después. He aquí una bella historia de amor. Parece mentira que Dios se haya podido enamorar de los hombres. Pero así ha sido. Y todo lo hizo, luego, para que los hombres se enamorasen de él. "Les hi– zo dioses", como dice la Escritura, para que fuesen semejantes a él y pudiesen amarle como él mismo sabe amar. Amor que co– mienza en el conocimiento pero que termina en la posesión total y esa posesión es el cielo. Ese conocimiento, pongámoslo bien claro, no es un conocimien– to abstracto, sino concreto, de enamorados, de luz que entra por los ojos. Por eso aquello de San Buenaventura y Fr. Gil, que al decirle el Sabio doctor al hermanito que cualquier viejecita de Asís podía amar a Dios más que el más sabio de los doctores, se empinó en la muralla y comenzó a gritar: "Viejecitas de Asís, alegraos. Podéis amar a Dios tanto como el sabio Fr. Buenaventura". -667-

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