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je, que vivía en lo que hoy es un barrio de Jerusalén, donde llegaron muchos judíos importantes, era más que resucitar a cualquiera, por muy extraordinario que sea siempre ese milagro. Podemos pedir la resurrección de cualquiera. Lo repito. Nos lle– gan noticias de que en Estados Unidos existen movimientos caris– máticos que hablan de curaciones milagrosas y prodigios sorpren– dentes. Todo eso está muy bien. Pero al fin todos tendremos que morir, por muchos corazones artificiales que nos repongan y por muchas veces que hipotéticamente nos resuciten. Lo importante, es saber encajar bien el impacto testimonial, mesiánico, de los mila– gros de Jesús. Y saber rezar a Dios nuestro Padre en la cabecera de los moribundos. Misión que no debe quedar meramente para los sacerdotes, sino labor de todo cristiano. Hay cosas que sólo pue– den hacer los sacerdotes. Pero rezar lo pueden hacer todos. Todos sabemos que Maximiliano I fue un emperador que le prepararon artificialmente a México y que los mejicanos no quisie– ron. Por eso los revolucionarios le fusilaron el 19 de junio de 1867. Lo que quizá no sabemos es que llevaba un diario y en su travesía por el Atlántico, rumbo a México, escribió lo siguiente: "Hoy ha muerto a bordo un marinero. Al sentirse morir, pidió que alguien fuera a rezar con él. El médico invitó a ello a los oficiales y a los marineros. Todos se excusaron; no se halló uno siquiera que se sintiese capaz de rezar al lado de un alma que estaba en trance de entrar en la eternidad. Entonces fui yo mismo a sentarme junto al moribundo. Pero, al par de los demás, tampoco me sentí capaz de rezar; a duras penas llegué a proferir unas palabras embrolladas que me causaban vergüenza. Fue menester que me alargaran un devo– cionario. Entonces me puse de rodillas; el pobre marinero rezó con– migo, y pareció confortarse". El archiduque añade: "¿Cómo se ex– plica que nosotros, hombres del día, que sabemos hacer tantas co– sas, no sepamos rezar?". Debemos aprender a rezar para los tiempos difíciles. Sobre todo cuando nos encontramos ante la muerte como Jesús. Menos llorar y más rezar. Saber, sobre todo decir el acto de perfecta con– trición. Para algunos puede ser la última oportunidad de salvarse. -649-

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