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y de entendederas. Por ellos, ante el sepulcro de Lázaro, dice: "Pa– dre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por ta gente que nos rodea, para que crean que tú me has enviado". El milagro se hizo. Se hizo la admiración entre las gentes y "muchos creyeron en -él". Muchos, no todos.. He aquí el misterio tremendo de la libertad humana y de la dureza del corazón empedernido. Esto que se dio entonces se puede dar ahora. Hay un hecho muy reciente que es impresionante. Sabéis que fue Pablo VI el que elevó a los altares a los mártires de Uganda, un país que, políticamente, ahora suena mucho. Pues bien, hubo entre aquellos mártires, algunos que fueron liberados a última hora, por un caprícho sensual del rey. Y uno de ellos que estuvo a punto de morir mártir y ser hoy santo -pues hasta sufrió quemaduras-, luego renegó de la fe cristiana. Enfermó, ya anciano, gravemente. El misionero, compadecido por él de una manera extraordinaria, re– corrió muchos kilómetros durante meses, bajo el sol y la lluvia, en bicicleta, para tratar de convertirle y prepararle a bien morir. Pero no hubo manera. Murió apartado de la Iglesia y de Cristo, por quien estuvo a punto de entregar su vida. ¡Misterios del corazón humano! Unos creyeron, otros no. Ahora estamos en las mismas circunstancias. La Iglesia es para todos. Idéntica. Igual sus ministros. Las verdades lo siguen siendo, aunque algunos no las crean. ¿Qué hacer? ¿Esperar un milagro como aquél? Aunque se diese, algunos no creerían ahora como no creyeron, muchos, entonces. Lo que hay que hacer es rezar. Pedir a Dios la conservación en la fe o la vuelta a la fe si esa fe se ha apagado. A lo mejor yace encendida debajo de las cenizas de nuestro corazón. La hemos enterrado bajo ciertos pecados o actitudes de nuetra vi– da. Es importante mover los labios, no para soplar sobre las ceni- -643-

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