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EL SEPULCRO -· En aquel tiempo, cuando llegó María ( hermana de Lázaro) adonde estaba Jesús, al verlo se echó a sus pies diciéndole: -Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Jesús, viendo/a llorar a ella y viendo llorar a íos judíos que la acompañaban, sollozó y muy conmovido preguntó: -¿Dónde lo habéis enterrado? Le contestaron: -Señor, ven a verlo". ( Jn 11, 32-34). Se ha escrito que "un sepulcro es un monumento colocado en los límites de ambos mundos". Cierto, si consideramos la vida co– mo una continuación separada, como por una puerta, por la losa del sepulcro. Pero ante este sepulcro de Lázaro, abierto por el milagro de Cristo, tenemos que decir que es el monumento que delimita a los que tienen fe en Cristo y los que no la tienen. Es evidente -basta leer el Evangelio- que Cristo trató de dar un testimonio de su humanidad y de su divinidad. Su humanidad está transparentándose en las lágrimas que rie– gan sus mejillas. Llora como cualquier hombre. ¿Quién fue el que dijo que los hombres no lloraban? El más grande de los hombres lloró ante la tumba de un amigo. Para él, como para nosotros, las lágrimas que manan de un desconsuelo le sirvieron de consuelo. Ante esto no hay nada más que comentar. Cristo no es un ser sin corazón. Sin sentimientos humanos. No está sobre nuestras miserias y nuestras debilidades. Vino justamen– te para asumirlas todas. Para ser uno de nosotros en todo, "excep· to en el pecado". Pero "el que no conocía el pecado se hizo peca• do por nosotros". Tenemos, por tanto, que Cristo es un hombre co– mo nosotros, y aún más: el amigo de todos los hombres. El quiere demostrarlo a aquellos israelitas duros de corazón -642-
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