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veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por el cual Cris– to, que es nuestra Pascua, ha sido inmolado" ( 1 Cor. 5,7). Esto es cierto. Y también es completamente cierto que la Igle– sia no desea que asistamos a la misa como a un espectáculo, co– mo meros espectadores. Toda la reforma de la liturgia va encami– nada a una participación activa de los fieles en la Misa y demás ac– tos litúrgicos (Vd. "Sacrosanctum Concilium" n: 48 y ss.). A pesar de eso nosotros damos, a veces, el tr:ste espectáculo de ser meros espectadores. Que venimos a la Misa por cumplir. Co– mo por un deber social. Que estamos aburridos soberanamente, y que hay que buscar algo accidental, como sería un coro, que nos entretuviese. En nuestro subsconciente hemos calculado una media hora de aguante, cuando pasamos de eso nos ponemos inaguanta– bles. La Misa hay que oírla devotamente. Hay que tener la misma responsabilidad, mucho más que en cualquier acto público al que nosotros asistimos. Aquí no podemos ser meros espectadores. Y puede ser que si tratamos de oír la Misa un poco bien, la gracia de Dios nos toque el alma, y volvamos dándonos golpes de pecho. Dios tiene sus toques, a veces fulgurantes, a veces callados, pero eficaces. Lo importante es que no le pongamos obstáculos y que por lo menos cooperemos un poquito. Bastaría esto para que nos– otros percibiésemos algunas de las muchas gracias de esta reden– ción de la misa. Había otro grupo en segundo p!ano. No eran los más alejados de Cristo. Todo lo contrario. Eran sus conocidos. Entre ellos estarían, quizá Nicodemo y José de Arimatea, que tanta in– fluencia tuvieron ante Pilato para poder sepultar el cadáver. No se pusieron en primer plano porque no iban a ver e! espectáculo, sino para acompañar a Cristo, aunque fuera a distancia y un poco tímida– mente. -599-
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