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Y en él sí, como ministro de Cristo, da la paz. Es un milagro mayor que el de curar mil enfermos. Es el milagro de las almas. El milagro del perdón. Cuando en una familia se ha roto la paz, si hay un poco de fe, aunque no se suela frecuentar mucho la iglesia, alguien se acerca para pedirle al sacerdote que vaya a poner paz. Se supone que él es el mensajero de la paz. Y se supone bien. Porque una de las cosas más grandes que tiene el sacerdote es el poder de dar la paz. Es una de sus misiones. Y da un gozo tre– mendo el ver cómo la paz se va haciendo en las almas. Sólo por eso merecería que hubiese sacerdotes en el mundo. Se cuenta que Santa Catalina de Siena, la actual doctora de la Iglesia, cuando veía pasar a un sacerdote se acercaba a él. No para besarle las manos como era costumbre hasta no hace mucho, sino para dejarle pasar, y luego arrodillarse y besar sus huellas, porque era un "sembrador de paz en la tierra". Se dirá que ahora si no se les besan las manos, menos los pies, porque frecuentemente no son sembradores de la paz, sino todo lo contrario. Que haya excepciones no hace nada más que confir– mar la regla. Las excepciones siempre las ha habido y siempre han sido excepcionales. Pero si lo que impide la paz de una familia, de un pueblo o de lo que sea, es una manifiesta injusticia, el sacerdote tendrá que luchar contra esa injusticia, tratar de removerla por to– dos los medios, justamente para que pueda allí florecer una paz verdadera y duradera. No confundamos, por Dios, la paz con el amén perpetuo, con el silencio, con el encerrarse en la sacristía y no querer enterarse de nada de lo que pasa fuera. Cristo se echó a la calle, para predicar la paz, pero a costa de recriminar muchas veces las injusticias y los pecados de los poderosos. Por eso murió crucificado. Pero la sangre de la cruz no fue sangre de violencia, si– no de paz. Por lo que se refiere de él a nosotros: Gracias a esa cruz se estableció la paz entre Dios y los hombres. Hoy muchos mensajeros de Cristo son martirizados para que la semilla de la paz evangélica pueda florecer en el mundo, regada con su sangre. -56í-

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