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Cristo no se ha ausentado, sigue caminando con pies de pobre, con manos mendigas, cubierto de harapos, privado de libertad y de ho– gar, mordido por los mil cánceres que azotan a la humanidad. Bien pensadas las cosas la Iglesia tiene que preocuparse so– bre todo de eso. La Iglesia y cada uno de los cristianos. Por eso le va a juzgar el mismo Dios, por eso le va a dar el cielo y el infierno. Porque el Evangelio tiene la otra cara que no aparece aquí. Se juzgará no sólo por lo que se hizo sino por lo que no se hizo. Hoy se tiene más conciencia de los pecados de omisión. Cada uno de nosotros, si es sincero y humilde -dos virtudes parejas– tiene que reconocer que podría hacer mucho más de lo que hace. Mucho más bien. Mucho más amor. Mucha más caridad. Pero los pecados de omisión no se han tenido mucho en cuen– ta. ¿Se tienen tanto como se debiera? Es célebre la anécdota de Carlos V. que marchando hacia Ale– mania para una de sus innumerables guerras, se hospedó en un mo– nasterio. Aprovechó para confesarse. Hizo su confesión, y al final el confesor le dijo: "Has confesado los pecados de Carlos, ahora confiesa los pecados del Emperador". Y el mismo Carlos V dijo que aquella fue una de las confesiones que más le satisficieron. Antes que nos confiese públicamente Cristo sería bueno que cada uno de nosotros se confesase a sí mismo: ¿Qué hacemos nosotros con Cristo? -¿Con Cristo?- Bueno, con el prójimo. Porque no todo consiste en recibirle muy devotamente en la Eucaristía, en oír misa con una devoción inmensa, sino que cada prójimo es una interrogante para nosotros. Esa es la gran cuestión, ese es el Evangelio. Las dos caras de la moneda para ganarse el cielo. De eso tenemos que examinarnos y confesarnos.. Cuando la Iglesia orienta su doctrina por ahí, va bien. Cuando a un sacerdote que predica debidamente esto le gritan: "Déjese de -515--.

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