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Al considerar todo esto pensamos que algún misterio muy hondo encierra el dolor, cuando el propio Dios quiso hacerse hom– bre para sufrir por nosotros y para enseñarnos a sufrir. El dolor es la prueba de nuestra vida. De todo hombre. ¡Hasta del Hombre-Dios! El, por la Cruz, fue a la casa del Padre. Al cielo. Que, miremos por donde miremos, nos espera a lo largo y a lo an– cho de los horizontes de nuestra vida. Si él fue al cielo a través de la Cruz, nosotros también. "A la luz por la Cruz", dice el proverbio. Sí, a la luz de la resurrección. Porque aquí las apariencias en– gañan. Aparentemente, todo acaba con la muerte. Los ojos de la cara nos dicen eso. Pero la razón, y sobre todo la fe, nos dicen que no. Acabamos de oírlo: "La gente insensata pensaba que morían ... pero ellos están en paz". Porque creemos eso, estamos aquí, para recibir el consuelo de la fe. Para rezar por sus almas. Y para pedir que ellos nos enseñen el camino hacia el cielo. Porque esa jornada de la vida y de la muerte la tenemos que hacer nosotros. No hay excepción. Se podrá retrasar, pero al fin todo llega. Queramos o no queramos. Importa, pues, que pasemos positivamente la prueba de la vida. Que nuestro saldo final sea favorable. Que pueda decirse de nos– otros la más sabia de las sentencias, la que hoy nos recuerda el libro de la Sabiduría: "La vida de los justos está en las manos de Dios y no los tocará el tormento". En las manos de Dios, en la vida y en la muerte. Ramón de Campoamor rimó su propio tormento: "Me resisto a morir, pero es preciso: el triste vive y el dichoso muere; cuando quise morir, Dios no lo quiso. Hoy que quiero vivir, Dios no lo quiere". Prefiero la prosa llena de esperanza de una rnna salvadoreña, Margarita Martí. Fue operada por cuarta vez en el hospital de Ten– nesse (EE. UU.), sin esperanza. Pero ella esperaba y dijo: "La muerte no es más que quedarse dormida y despertar en los brazos del Señor". -47-
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