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nunca, vivir aqu1 siempre y que todo nos lo diesen aquí. Pero eso sabemos que no será y de ser así sería muy triste, pues siempre anhelamos otro mundo mejor, y el precio que tenemos que pagar por ello es la muerte". La muerte es buena bajo el aspecto de que nos reunirá a todos en un reino y en una familia inseparable y feliz. Donde las tareas de este mundo no existen. Una de las tareas de este mundo es el dolor de la separación. Podemos así comprender las palabras de aquella poetisa orien– tal, esposa de Kosaburo Naga-haru que murió con su esposo, al– calde del castillo de Miki, en defensa del mismo castillo. Sus ver– sos, que fueron como una premonición del morir juntos, dicen así: "¡Qué dulce extinguirse y morir juntos, en este rpundo donde de ordinario el reloj que marca la hora suprema, para el uno re– trasa, mientras que adelanta para el otro!". Sobre todo, ese ansia que nos da felicidad, es el saber que en el más allá nos espera nuestro Padre Dios. Mil veces habremos repetido a lo largo de nuestra vida aquello. de Padre nuestro que estás en los cielos ... Mil veces repetido y pocas meditado profun– damente. Y de verdad que Dios es nuestro Padre. A un niño, siempre los niños dicen las grandes verdades, le preguntaron, en la sacristía de una iglesia de Madrid: -¿Quién es tu padre? -Mi padre, mi padre... Mi padre es el que manda e1~ Carabanchel. De seguro que aquel niño, ante el éxito de su padre en unas elecciones municipales pensó -Y con razón- que su pa– dre era lo más grande en aquel populoso barrio. ¿Y qué le podría negar su padre? "Si no os hiciérais como niños... ". Dejémonos de monsergas y sepamos confiar y anhelar el encuentro con el padre. Que esas ansias nos taladren el pecho y nos consuman el corazón. Ya lo di– ce el salmo 102, que la liturgia de difuntos ha escogido como sal– mo responsorial VI): "Como un padre siente ternura por sus hiJos, siente el Señor ternura por sus fieles ... " ¿Por qué vamos a temer el encuentro? -43-