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Lo que sucede es que el hombre insomne, que se pasa en la oscuridad dando vueltas sin sentido, con los nervios destrozados, ve desfilar por su mente la película fantasmagórica de mil absurdos. Pero si se sentase un momento a meditar en el borde de su ca– ma, se daría cuenta que cada noche es el anuncio de un nuevo amanecer. ¿De dónde vendría el amanecer esplendoroso, si no hu– biera noche? Y cuando el invierno nos enfría la vida es que la pri– mavera se acerca. Y si el sol del estío nos aplasta con su fuego, es que los frutos están madurando. Y el oro del otoño será su cose– cha. No hay negrura tan negra como la de los ojos que todo lo quie– ren ver negro. En la enfermedad hay muchos que quieren ennegrecerse más la vida de lo que está. Sé de personas que ante una enfermedad, que a los ocho días no fue nada, se encerraron en su cuarto y no que– rían ver a su esposa cuando iba a llevarles la comida. -Déjala ahí, y vete. ¡Hala, a amargarse la vida y amargarla a los demás! Por eso me parece muy bueno dar optimismo a los enfermos. En esto los médicos son maestros. Aunque saben mejor que nadie que no hay nada que hacer, sin embargo siempre entrevén la puerta de la esperanza. Porque sin esperanza no se puede vivir. El sacerdote debe dar esperanza, pero asegurando que el alma está bien preparada para ese paso final de la vida y la muerte: que al fin es la frontera de otra vida mejor. Una vez que esto está ase– gurado, con el alma bien dispuesta, no hay por qué no dar esperan– za, optimismo, fe en la vida. Esto hará que los cortos o largos días que queden aquí se vi– van sin demasiada amargura y sin amargar excesivamente a los demás. Y sobre todo saber que el dolor y la enfermedad no es inútil. Juan XXIII decía en su última enfermedad, cancerosa y dolorosa: "Esta cama es un altar". ¡Qué bien supo ofrecer el último sacrificio junto con Cristo él que había ofrecido tantos! Así, con Cristo, la vi– da tiene un valor supremo. -23-

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