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Los sacerdotes tenemos experiencia de que el enfermo, cuan– do recibe este sacramento, y se siente en paz con Dios, recobra salud y alegría. De eso de asustarse, nada. Los asustados son los familiares. El enfermo, ordinariamente, si ha sido hombre de fe, pi– d9 los sacramgntos y la presencia del sacardote. Son otros los que cierran las puertas. Pensando que hacen un bien. Causando -in– conscientemente, quizá- el peor de los males. Repito que eso es una falsa piedad, una impía piedad. Pues, si en el peor de los casos, se asusta, creo que será mucho mejor ese pequeño susto de un instante que no el susto de la eternidad. Si, por ejemplo, vas tú por la acera y te das cuenta que un amigo tuyo marcha por la otra leyendo tranquilamente el periódico, sin darse cuenta que han abierto una zanja, si no le gritas avisándole por eso de que le vas a dar un gran susto y le dejas que se caiga y se mate o se rompa algo, eres un traidor. El sacerdote se qcerca al lecho del enfermo con la mayor de– licadeza posible. Su ministerio le ha enseñado cómo hablar a los enfermos. No va a plantificar un drama ante él. Sabe cómo decirle las cosas para que, sin asustarle reciba, debidamente preparado, los sacramentos. Cerrar el acceso al sacerdote cabe la cabecera del enfermo, es cerrar la puerta a la gracia de Dios. Si queremos de verdad a los nuestros, avisemos con tiempo al sacerdote. Y si nos queremos a nosotros... Pues se puede cumplir aquello del Evangelio: "Con la misma medida con que midiéreis a los demás, se os medirá a vosotros". El Concilio dice textualmente, respecto de este sacramento: "No es sólo el sacramento de quienes se encuentran en los últimos momentos de su vida. Por tanto, el tiempo oportuno para recibirlo comienza cuando el cristiano ya empieza a estar en peligro de muerte por enfermedad o vejez". -181-
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