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Siendo Dios, y sin dejar de serlo, se hizo hombre. Vivió entre los hombres. Los buscó para predicarles la Buena Nueva. Murió por !os hombres. Fundó una Iglesia, a la que entregó todos sus po– deres, para servicio de los hombres. Nosotros somos hijos de la Iglesia, la gran obra de Cristo. Si entonces, cuando nada teníamos que ver con El, por así decirlo, El murió por nosotros, ¿cómo no va ahora a hacerlo todo por nos– otros? Y sabemos que es así. Porque la Santa Misa, por ejemplo, es el mismo sacrificio de Cristo en la cruz que se renueva ahora en el altar. Dice muy bien Fulton Sheen, en su libro "El Calvario y la Misa", que para Dios sólo hay un instante eterno, cuyo punto cul– minante es el sacrificio de Cristo en la cruz. Y en ese instante, ve unidas, al sacrificio de Cristo en la cruz, todas las misas celebra– das durante todos los siglos en todos los altares del mundo. Una bella comparación. Una bella realidad. Pues Cristo vuel– ve a ser la víctima que usando del ministerio del sacerdote se ofrece nuevamente en una muerte mística, misteriosa, por la salva– ción de los hombres. Esto es así. Y el Concilio se ha encargado de actualizarlo y recordarlo: "La obra de nuestra redención, se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por medio del cual "Cristo, que es nuestra Pascua, ha sido inmolado" (LG, 3). -169-
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