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de nuestros pecados. El mismo instituyó el sacramento de la con– fesión, que es el sacramento del perdón, donde puso como minis– tros a los sacerdotes. Sabemos que sus poderes -los de éstos– son para la tierra y el cielo según dijo claramente cuando lo insti– tuyó (Jo 20, 23). Nuestra comprensión y nuestra misericordia que– dan a millones de años luz de la de él. Meramente una leyenda. En una iglesia de Palma de Ma– llorca hay un Cristo crucificado que tiene su diestra desclavada y extendida. Se cuenta que había un pecador reincidente, que confe– saba sus pecados y volvía otra vez a recaer en los mismos. Po– dríamos llamarle con lenguaje de hoy, pecador "standard". El confesor pensó que no tenía dolor ni propósito -no juzgando que el ir hasta allí una y otra vez ya era un buen indicio- y un día le negó la absolución. El se la suplicó llorando. Pero el confesor no se ablandaba. Ya se había levantado el penitente del confesonario para retirarse, cuando el Cristo desclavó su diestra, señaló al pe– nitente y dijo al confesor: "Absuélvele, que me ha costado mucha sangre". Una mera leyenda. Pero de esas leyendas que quedan muy por abajo de la realidad. Porque Cristo dio toda su sangre por nos– otros. Los testigos de su pasión, muerte y resurrección son los que lo afirman. Nosotros tenemos que meditar mucho en eso para comprender un poco el amor que él nos tiene, y cómo siempre po– demos conseguir su perdón. Que aunque sea juez, lo es en últi– ma instancia, cuando no tiene más remedio. Nosotros, y me refiero a los sacerdotes, debemos ser más los administradores de la misericordia que de la justicia. Más perdo– nadores que escrutadores. De siempre se ha aconsejado no hacer odiosa la confesión y se ha dicho -con toda razón- que lo más importante es el arrepentimiento. Quizá para algunos, dada la nue– va mentalidad, pueda serle odiosa la confesión por el mucho inte– rrogatorio judicial de algunos. Fijémonos más, en el dolor y en el amor. Pongamos ante sus ojos el amor de "quien nos amó y se entregó a la muerte por nosotros". Al fin somos sus ministros y en su nombre administramos el perdón: "que los que creen en él, re– ciben, por su nombre, el perdón de los pecados". -159-
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