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uno de nosotros el fiel cumplimiento de nuestros deberes cristia– nos y sociales. Y si pecamos, nos pide que creamos en su perdón y nos acerquemos a pedirlo según El ha establecido, para obtener la absolución de nuestros pecados. Igualdad de todos los hombres. Hijos de Dios. De El hemos salido y a El nos devolverá la muerte. Célebre es la frase de otro rey más grande que Luis XIV -y con más fe-, el emperador Carlos V, que al desembarcar en La– redo para retirarse a Yuste a prepararse a bien morir, se arrodilló sobre la tierra, la besó, y dijo: -"Salve, madre común de todos los hombres, desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo me volveré a tu seno". ¡Todos iguales! Podemos tener más o menos en la vida, pero la muerte nos iguala a todos. Podrá haber más o menos pompa fúnebre. ¡Hasta en esto entra la vanidad! Mejores o peores panteo– nes. Más o menos noticias en la prensa. Esquelas mayores o me– nores. Pero en realidad -ésta es la desnuda realidad-, todos te– nemos que conformarnos con un trozo de cementerio y la minús– cula casita de un ataúd, que es como una barca que nos lanza hacia la eternidad. Lo dice Balart en estas estrofas: "Lujosa o pobre, ligera o grave, desde que naces hasta que mueres de cuatro tablas consta la nave donde te embarcan sin inquietud. Una es el timbre de tus honores, otra es la mesa de tus placeres, otra es el lecho de tus amores y otra la tapa de tu ataúd". Testigos no sólo de esta igualdad ante la muerte, sino de la universalidad de la resurrección. Sin distinciones. Los faraones que pensaron asegurarse una supervivencia levantando las pirá– mides que encerraban sus cuerpos a prueba de ladrones y los es– clavos que levantaron las pirámides. Para Dios no hay acepción de personas. La única diferencia, la de la fe personal y las propias obras. -157-

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