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llamamos Omnipotente, Altísimo, Buen Señor, le estamos piro– peando. Las cosas, en realidad, son como reclinatorios que nos invi– tan a alabar a Dios. Célebre es la leyenda del ermitaño paseando por el bosque y diciendo a las flores, a las hierbecillas, a los árboles: "Callad, ca– llad, ya os oigo que me invitáis a alabar a Dios". Sin leyendas, nosotros ante un atardecer glorioso, ante el mur– mullo del mar, ante el verde de las praderas, las flores de los jar– dines, los árboles, debiéramos alabar a Dios. ¿No fue San Francisco de Asís el que se abrazó a un árbol y le llamó hermano, porque le recordaba al Dios Creador? Pero es que San Francisco compuso el himno de las criaturas, en el cual todas le invitaban a alabar a Dios. El lisiado, entró saltando y alabando. Y la gente le vio "andar alabando a Dios" ... Quedaron ellos estupefactos ¿del milagro o de la alabanza a Dios? Porque el mismo Cristo se admiró de que de diez leprosos cura– dos sólo uno volviese "para dar gloria a Dios". Pienso que debemos saber dar gracias a quien nos hace favo– res. Si de una enfermedad somos curados, se las damos al médico, además de pagarle. Y ¿a Dios? Porque en definitiva Dios es quien mueve los hilos. Y más debemos darle gracias y alabarle, porque la enferme– dad está ausente. Porque tenemos dos pies, dos manos, dos ojos, dos pulmones, dos riñones, dos labios... que no debieran estar tan cerrados cuando se trata de alabar al Señor. Alabarle por la salud y por todo lo demás. Que en todo lo de– más, también en la enfermedad, se esconde un misterio de Dios. -137-
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