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llos que al ver el fin de sus días, que todo lo que tienen queda aquí, que los bienes que ellos amasaron y disfrutaron van a ser para otros, para sus hijos mismos, a sus propios hijos tratan de hundir– los, dejando las cosas tan enredadas que queden arruinados. Que tengan que responder por una deuda aparente que el difunto deja, no sólo con los bienes que les corresponderían, sino con los que los hijos tenían. ¿Se puede dar perversidad mayor? Seguir hacien– do el mal después de muerto. Pues tampoco debemos de juzgar. Piadosamente los psiquiatras hablan de anormalidad, y no se pue– de juzgar de otra manera. Dios tendrá, quizá, otra palabra más pia– dosa. Lo cierto es que la Iglesia quiere que se atienda en los últimos instantes incluso a aquellos que vivieron apartados de ella, y a los que la persiguieron. Es una forma de devolver bien por mal. Que se administre el sacramento de la Unción de los Enfermos, la absolu– ción bajo condición, a aquellos que aparentemente están muertos, que han muerto mal, que ... ¿Qué nos metemos nosotros a juzgar? Aparentemente los soldados de Judas Macabeo murieron mal, pe– ro ... hace una colecta para ofrecer por ellos sacrificios y oracio– nes. Y nos dice el texto sagrado que "obró rectamente". Pienso que en el último instante entre Cristo y las almas, por las cuales él murió en la cruz, tiene que haber un careo especial. Un algo. Algo así como darles una última oportunidad. Cierto que es mucho mejor prepararse convenientemente. Que no podemos dejarlo todo a una hipótesis. Pero menos juzgar de los últimos instantes de las almas. Los juicios 'de Dios son distintos a los de los hombres. Dejemos ese último momento para Dios sólo. El sabe mejor lo que debe hacer "y lo que es imposible para los hombres es posible para Dios". Nosotros cumplamos lo que la Iglesia man– da. Ella es misericordiosa y benigna incluso para los más pecado– res. También para los que la han ido rechazando sistemáticamente. También para los que la han perseguido. Ella sabe perdonar las calumnias y las maldades. Y los sacerdotes, sus ministros, debemos hacer lo mismo. Que no aparezca en nosotros el hombre. El genio, el amor propio, el juicio personal. Dejémosle a Dios. -127-
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