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noi, ayudan, no pueden ayudar a nuestros difuntos. Nos ayudan a nos– otros. Son como bálsamo que nos va cicatrizando la herida cau– sada en el alma por la muerte del ser .querido. Es bueno llorar, cuando se llora como es debido. No desesperadamente. Sino como cristianos. Ya lo dice San Pablo: "No lloréis como los que no tie– nen esperanza". Necesitamos que esas lágrimas salgan fuera para que empujen lejos la angustia de nuestra alma. Con ellas se va el dolor, !a opresión del corazón. ¿Y las flores? ¿Qué ayudan las flores a nuestros queridos di– funtos? Id, si no, a ver los ramos y las coronas de flores puestas sobre las tumbas. Se están marchitando. Son, si acaso, un símbolo del pulverizarse del cuerpo humano. No tenemos nada contra las ofrendas de flores a nuestros difuntos. Son, en las actuales circuns– tancias, y hechas con moderación, como un deber social. Pero da– mos testimonio del hecho fugaz del marchitarse de las flores. Si queremos de verdad ayudar a nuestros difuntos, oremos por ellos. Nuestras oraciones las recoge Dios. Las hace suyas. Alivian el purgatorio de los seres queridos. La Biblia lo proclama en la lectura que acabamos de hacer: "Es una idea piadosa y santa rezar por los difuntos para que sean liberados del pecado". Nosotros podemos decir mucho más. Decimos que cuando esa oración es el mismo sacrificio de Cristo que se realiza ahora sobre la colina del altar, es el mismo Cristo quien reza por sus almas. Quien se vuelve a ofrendar, en carne y sangre, para su redención definitiva y eterna. Por eso, nosotros, nos unimos a la oración de Cristo y de la Iglesia sabiendo que es la mejor manera de ayudar a nuestros queridos difuntos. En fin, Cristo siempre. En el prefacio 111 de difuntos se dice: "Porque El es la salvación del mundo, la vida de los hombres, la resurrección de los muertos". Unamos, pues, nuestra oración y nuestros sufrimientos a la oración y sacrificio de Cristo que se ofrenda en sufragio de nues– tro querido difunto. -125-