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carga, él nos grita: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi car– ga ligera" (Mt 11, 28-30). La experiencia de la vida nos dice que Cristo no defrauda, so– mos más felices cuando estamos cerca de él. Sin él la felicidad suena a hueco, no cala. A su paso por la tierra dejó una estela de prodigios que con– solaban a los hombres afligidos de mil miserias. Pero sobre todo llegó a perdonar a gentes para las cuales no había perdón en las leyes de Israel. El supo dar esa esperanza a todos los pecadores. Y no hubo pecado que se le resistiera, siempre que el pecador pi– diese perdón. Que sólo quien toma la medicina puede curar. Cuando se fue nos prometió un CONSOLADOR, un Paráclito, en definitiva, el Espíritu Santo que envió él en Pentecostés. El Es– píritu Santo es el alma de la Iglesia y es el huésped del alma que está en gracia de Dios. El, a pesar de todas nuestras aflicciones, tiene su gota de consuelo para nosotros. Y sin todo lo que signifi– ca espíritu, nosotros no podríamos resistir ciertas miserias de la vida. Su consuelo llega al borde mismo de la vida, cuando esa franja negra de la muerte va avanzando. Cuando todos tienen que separarse de nosotros, él se acerca para darnos ánimos, para no separarse de nosotros. Sus sacramentos son los brazos tendidos de amor y de misericordia que se nos ofrecen incondicionales. Y con él al cielo. Porque esto es completamente cierto. El fue delante para prepararnos el lugar. El resucitó como prenda de nuestra resurrección. El no nos falla nunca. El testimonio de An– tonio de Cáceres podría valer para nosotros, si bien lo entende– mos. Escribe: "Con sólo llamar a Dios, se templó mi desventura". -101-
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