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carpintería, en donde primero les entregaba las hojas, des– pués se las leía, luego ya más tarde hablaba con ellos y, últimamente tenía que hacerlo todos los días, porque la hacían entrar casi a la fuerza. "Esto es lo que yo quería", dice ella. "¡Cómo les gustaba todo lo que les leía y, sobre todo, cuando se lo explicaba! Me acordaba que Nuestro Señor da su gracia y se deja comprender de los humildes. Como la ventana de su taller daba a la calle, la gente que pasaba se paraba a escuchar y les daba revistas que reco– rrían todo el pueblo. Cuando me marché seguimos escribién– donos algún tiempo y un día me escribieron que habían hecho lo que yo les dije: "confesar y comulgar". ¡Cuánto tengo gozado con estas cosasl". Con una hucha de barro bajo el brazo anduvo varios meses recorriendo Pravia y ocho o diez pueblos a la redon– da, recaudando dinero para una Misi6n que se iba a fundar en Rodesia y a la que iba a ir destinado un Padre Misionero que se estaba preparando en Burgos: el Padre Rubio. Más de dos páginas de su Cuaderno emplea en relatar las peri– pecias que le sucedieron en tanto tiempo. Algunas de ellas son jocosas, o al menos ella las interpreta así, por su cos– tumbre de ver siempre las cosas por el lado bueno y rego– cijante. Pero la mayor parte son desagradables y dolorosas, como el perderse más de una vez por los montes de noche, el caerse también varias veces y hacerse daño, el romperse los zapatos y tener que andar descalza y, sobre todo, lo que más le repugnaba y la hacía sufrir era el tenerse que meter por caminos de barro negro, al que tenía una repugnancia invencible, una especie de alergia, como el armiño. A cualquier desarrapado, pordiosero o ladr6n que en- 73
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