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sensible a todos los ruidos, agradables o desagradables". Sí, muy sensible al dolor propio: descortesías, desprecios, hu– millaciones; y más sensible aún al dolor ajeno: primero de las personas, de los cristos vivientes, y luego también de los animalitos. Como Teresita de Lisieux, con la sonrisa en los labios, ella también podría haber dicho, al fin de sus días: "Mi vida es como la de este vaso: en el borde todo dulce, en el interior todo amargo". Leonor era una mujer sencilla, pero audaz. Su fe, su fortaleza cristiana parecían no reconocer límites. Pocos se hubieran atrevido a meterse en los ambientes humanos que ella frecuentaba: obreros, gitanos, prisioneros, prostitutas... Cuando le advertían que poco podría sacar en limpio con cierta clase de gentes, respondía: "Todo lo que es malo tiene algo de bueno. Toda persona, por corrompida que sea, tiene una fibra de bondad, que hay que saber buscar y tocar con delicadeza". Y tenía muchísima razón. La prueba es que precisamente en esos ambientes más difíciles es donde Leo– nor se movía más a sus anchas y en donde obtenía éxitos más resonantes. Ya lo veremos en su lugar. • • o La gente se preguntaba: "¿Qué tendrá esa Leonor? ¿Simpatía, duende, ángel?". Sí, todo eso tenía; pero tenía algo que valía mucho más. Tenía consigo a Dios. Dios esta– ba con ella y ella vivía siempre en Dios, tan empapada, tan sumergida en el amor divino, que podría decir con San Pablo: "Vivo yo, pero no ya yo; es Cristo quien vive en mí". Y Cristo, Dios, es quien le daba el valor, y la diplomacia, y la paciencia, y la dulzura, y la caridad en cada momento para salir airosa de las situaciones más comprometidas. 49
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