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mediante sus oraciones o el uso de objetos o cosas sagradas, como la conversión del comunista, al que echaba agua ben– dita en el jugo de naranja y aseguraba que se había salvado, o la del socialista, a quien daba la mano teniendo en ella la medalla de la Virgen, para que el socialista la apretara, y, a la hora de la muerte, dio señales claras de arrepentimiento, etc., etc. Todos estos hechos, sin embargo, no nos dan pie para hablar de milagros, de don de profecía, de discernimiento de espíritus, de revelaciones, de visiones o de otros dones carismáticos en la vida de Leonor. Diríase que su vida, como la de Teresita de Lisieux, la de Conrado de Partzan, la de Conchita Barrecheguren, la de Mateo Talbot, la de Contar– do Ferrini, etc., tiene el encanto de la sencillez, de la natu– ralidad, de quien ha pasado por el mundo casi de puntillas, haciendo siempre el bien, pero sin salirse nunca del camino corriente y trillado. Y esto, de una manera tan discreta y tan humilde, que la heroicidad de sus virtudes, como la veta de los metales preciosos, hay que buscarla bajo la capa de ese su vivir aparentemente intranscendente y anodino. ¿No son estos, quizá, los modelos más cotizados hoy dentro de la Iglesia, y cuyo ejemplo más puede calar en el alma de esta nuestra sociedad, tan sensible a lo humano y sencillo, corno refractaria al mundo del misterio y al choque con lo sobrenatural? No hay duda que hoy más que taumaturgos, más que profetas, más todavía que doctores, la Iglesia está ansiosa de encontrar un crecido número de cristianos responsables, de cristianos comprometidos que sepan vivir el Evangelio con 150
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