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Sí. Todos querían llevar a hombros a la que tantas veces les había llevado a ellos ropas, comestibles, cigarrillos, revistas, rosarios, etc. y, sobre todo, palabras de aliento, de consuelo, de resignación, de aprecio por las cosas de Dios y del cielo. El funeral en la iglesia parroquial, oficiado por Don Feliciano Redondo, revistió una solemnidad desacostum– brada. Nadie recordaba haber presenciado una manifesta– ción de duelo más espontánea, más emotiva, más fervorosa. Al mismo tiempo fue concurridísima, hasta tal punto que las naves del templo resultaron insuficientes para contener toda la gente, teniendo que quedar muchos en la plaza. Allí nadie se dio cita por la llamada de la sangre o por esos compromisos sociales, humanamente insoslayables, que congregan cientos o miles de personas en tomo al cadáver de quien ha ocupado un cargo oficial y de relieve en la sociedad, como un ministro, un gobernador, un señor obis– po, etcétera. Lo de Leonor todo fue sencillo, todo espontáneo y, al mismo tiempo, apoteósico. Apoteósico, porque tanto como el sentimiento por su desaparición, imantaba aquellos cora– zones el propósito de rendirle el más entusiasta y cariñoso homenaje, sabiendo, como sabían, que su alma estaba ya en el cielo, arrancando del trono de Dios multitud de favo– res para todos sus protegidos y amigos. Las palabras del orador sagrado, alusivas a las virtudes de la finada, sirvieron de contrapunto para armonizar y 142
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