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el extremo de convertirla en verdadera mártir de la pureza. Ya sabemos que Leonor era delicadísima, recatadísima en materia de castidad. Tan impreso llevaba en su corazón y en su mente -y hasta reflejado en su rostro- el amor a esta virtud que, aún estando inconsciente los días de su corta enfermedad, su afán era tirar continuamente de las mangas y del vestido para estar siempre decentemente cu– bierta. Nada puede sorprendemos que para ella fuera una verdadera tortura el tener que someterse a reconocimiento médico y hasta ponerse unas sencillas inyecciones. Su desbordante alegría y su fino sentido del humor no fueron nunca un obstáculo para la guarda fiel de este tesoro, que ella estimaba más que todos los tesoros ·de la Tierra. El propio matrimonio - sacramento de amor, que encierra taútos valores espirituales- no le superaba en este su apre– cio· y valoración. Se andaría por las ramas quien atribuyera la permanen– te soltería de Leonor a puro egoísmo, a temor de las cargas del matrimonio o bien a carencia de los atractivos •físicos necesarios para encontrar la correspondencia de un amor. El egoísmo y el temor al peso del matrimonio no se compa;. ginan con el amor desinteresado y sacrificado de que hizo gala toda su vida. Y en cuanto a sus atractivos físicos, no afirmamos que Leonor fuera una reina de belleza de acuer~ do con los cánones más exigentes de la estética femenina; pero sí sabemos, por los que la conocieron de joven y hasta se puede observar en las fotografías, que tenía un cuerpo· 127

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