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cerse que su gran corazón, fuente de inagotable generosi– dad, era el que mandaba en su vida. Su amor a Dios había alcanzado unas metas, había con– quistado unas cimas pocas veces igualadas en este mundo, y todo él se centraba en la Persona adorable de Cristo. Sobre todo, había buscado su centro, su nido, su refugio en lo que es símbolo, cifra y manantial de todo amor: en su Divino Corazón. Su amor al prójimo - al Cristo viviente y doliente de la Tierra - la impulsaba a la donación de sí misma, al sa– crificio constante en aras del amor al Cuerpo Místico de Cristo. Su afán era que el Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, creciera más cada día mediante el reinado del Cora– zón de Cristo en todos los corazones. "La caridad de Cristo me urge", podría ella haber exclamado con San Pablo, o, como el Serafín de Asís, ir~·gritando por el mundo: "El Amor ho es amado, el Amor no es amado". Pero este su amor a Dios y al prójimo, marcado con el sello franciscano, queda, a nuestro entender, bastante de manifiesto con lo que llevamos dicho en capítulos anteriores. Veamos ahora su amor a los seres irracionales, que también son un reflejo de las perfecciones divinas. Leonor, como nuestro Padre San Francisco, tenía un corazón extraordinariamente sensible a toda dolencia y a toda desgracia, aunque fuera de los seres irracionales. De ahí su amor a los animales, grandes o pequeños. Sin llegar 105

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