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Estos seis meses de espera los aprovecha– ron los misioneros lo mejor que pudieron en la evangelización de los indígenas de esta zona. Pero llegaba un acontecimiento en la vida de la Orden al que no podían faltar ni Fray Martín ni otros varios que tenían car– gos; era el Capítulo provincial al que debían asistir. Ahora sí que Fray Martín veía difu– minarse el viaje en el que esperaba encontrar el martirio por amor de Dios y al servicio de las almas. Según confesó a alguno de sus compañeros, estaba dispuesto a llegar hasta la China y allí derramar su sangre por el Evangelio. De esta etapa de su vida andariega y mi– sionera se conserva una carta-informe diri– gida por Fray Martín de Valencia al Empe– rador Carlos V y firmada por el grupo de religiosos que le acompañaban. Está fe– chada en Tehuantepec, a 18 de enero de 1533. El motivo de la misma es la defensa de Fray Juan de Zumárraga, Obispo electo, y del apostolado de los franciscanos tan dura y vilmente atacados en los años de la desdi– chada primera Audiencia, como se ha visto én otra parte de esta biografía. 70 Para que Cortés no quedara defraudado en su deseo de llevar religiosos en esta expedi– ción, le dejó tres frailes en Tehuantepec y él con el grupo que debía asistir al Capítulo regresó nuevamente a México. Más de tres– cientas leguas recorrieron en el camino de ida y regreso en esta fracasada expedición. Fray Martín regresó muy enfermo, arras– trando una pierna y chorreando sangre por los pies. ¿Presentía Fray Martín próxima ya su muerte? Así iba a ser. Afirma Mendieta que desde su regreso del viaje a Tehuantepec se produjo en él un cambio edificante que le transformó en un hombre tan espiritual que se veía en él la santidad. Pero con la salud tan resentida, no se sentía con fuerzas para de– sempeñar más cargos en la Orden. En el Capítulo de 1533 renunció voluntariamente a todos los cargos oficiales y suplicó a los su– periores le dejasen retirarse a un convento tranquilo y solitario para entregarse a la ora– ción y a la vida contemplativa. A los cin– cuenta y nueve años se trasladó al convento de Tlalmanalco, donde le iba a llegar el fin de sus días. Doña Felipa Blanco, india azteca y bisabuela de Don Angel Rodríguez cuyas raí– ces mexicanas han dado grandes f rutos de generosi– dad.

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