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La victoria de la muerte, pues, la ponemos en interrogante. Por– que si el aguijón de la muerte es el pecado, y el pecado ha sido vencido por Cristo, también Cristo venció la muerte no sólo en él, sino para todos. Por mucho que le demos vueltas a ese eterno problema de la vida y de la muerte, siempre tenemos que ir a parar a la Resurrección del Señor. Esa es la gran respuesta que el cristianismo tiern:3 que dar a los hombres. El Concilio, en su constitución pastoral de la Iglesia en el mundo actual, dice: «El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hom– bre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspec– tiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano. Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fron– teras de la miseria terrestre. La fe cristiana enseña que la muerte corpórea, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación, perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a El con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte» (G. et S., número 18). 83

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