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dado son más que suficientes. El habló de la resurrección y El se mostró resucitado. Un argumento por partida doble. Entonces, ¿por qué dudar? Pues la vinculación entre Cristo y los cristianos es tan grande que sería una monstruosidad el que El resu– citase y nosotros no. Sería como el nacimiento o el resurgimiento de una cabeza sola, lo cual cualquiera comprende que está lejos de lo normal, que sería la más monstruosa de las anormalidades. Pues Cristo, cabeza de todo el cuerpo místico que es la Iglesia, resucitó. Nosotros también resucitaremos. San Pablo es tajante: «Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado.» Seríamos los más desgraciados de los hombres si toda nuestra vida y esperanza terminase en las fronteras de la muerte. Bien sa– bemos que no es así. Tenemos plena seguridad, porque todo el Evangelio y la vida de Cristo resucitado nos aseguran que nosotros también resucitaremos. Por eso no insistimos. Sí quiero salir al paso del pensamiento de alguno: «Los cristia– nos, bien, resucitaremos. Pero ¿los no cristianos?» Toda la argumentación de San Pablo se apoya en su enseñanza sobre el cuerpo místico de Cristo. Sabemos perfectamente que a integrar ese cuerpo místico están llamados todos los hombres. De eso no puede haber duda, porque Dios quiere la salvación de todos, y por todos murió El en la cruz. Por eso, vale para todos la afirma– ción de San Pablo. Y Dios tendrá caminos misteriosos para salvar a los que muchos juzgan insalvables. Sus juicios no son nuestros juicios. Nosotros somos más rigurosos. Aparte de esto, sabemos que la inmortalidad es una cualidad inherente al alma humana, y que en la Biblia se habla reiterada– mente de la resurrección de los muertos. Por ejemplo, cuando Cristo habla del juicio universal, separando a los buenos de los malos, da por sentada la resurrección para todos. Allí comparece toda la humanidad. Por ello, alegrémonos: Cristo resucitó y nosotros también re– sucitaremos. 79

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