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Ascensión del Señor «Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama ... » (Efe. 1,17-18). LA ESPERANZA Y LA HERENCIA Hacia la primavera del año 334 antes de Cristo, Alejandro Magno, que contaba veinticuatro años de edad, se disponía a invadir Asia, a la cabeza de un formidable ejército. Como si hubiese tenido ya los grandes tesoros que soñaba alcanzar en la expedición, distribuyó entre sus amigos y capitanes cuanto poseía. Su amigo Pérdicas le preguntó: -Príncipe, ¿qué os reserváis? -La esperanza -contestó el gran Alejandro. Esta respuesta de Alejandro ha sido repetida en diversas épocas y con diversos motivos. En una interviú que le hicieron a Juan Do– mingo Perón en su chalet de Puerta de Hierro, cuando estaba muy lejos su retorno a la Argentina, dijo -citando a Alejandro Magno-: «Me queda la esperanza.» Los cristianos repetimos mucho esta frase. San Pablo la estampa repetidamente en muchas de sus cartas y con diversos motivos. En la lectura de hoy también. La esperanza cristiana, no obstante, es muy distinta. En primer lugar, no se esperan bienes perecederos, que duran unos años y que el tiempo esfuma, sino los imperecederos, que duran eternamente. Y, sobre todo, más que esperanza es certeza. Nosotros estamos seguros -pues la esperanza es la consecuencia inmediata de la fe-, y nuestra fe nos asegura firmemente que el cielo es para nosotros. Por si fuera poco todo lo que Cristo nos había enseñado, su ejemplo de hoy nos testimonia de manera irrefutable todo lo que nos dijo. Es la rúbrica final. 58

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