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Entonces llega la visión. Jerusalén pasa a ser un símbolo. El símbolo del cielo. Y a él no se le ocurre nada mejor que imaginar el cielo como una ciudad. La ciudad entonces era el culmen de la civilización, del progreso, del bienestar. Era una ciudad amurallada, con sus puertas bien guardadas. Era lo que tantas veces soñó que fuese Jerusalén. Hoy discutiremos muchos si el culmen del bienestar está dentro de los muros de la ciudad, que para el caso son las carreteras de circunvalación que las constriñen, o un poco hacia las afueras. Pero todo ello no pasa de ser un símbolo, para describirnos la gloria. Y la gloria cada uno de nosotros la concibe uniendo todo aquello que conoce de mejor en este mundo. No acertamos a imagi– nar nada más excelente. Bien convencidos de que el cielo tiene que ser infinitamente mejor. Lo que constituye el cielo es Dios mismo. ¿Dónde está Dios?, está en el cielo. Por eso aquella alma grande, de nuestro siglo, es– cribió: «En el cielo de mi alma, la gloria del Eterno; nada más que la gloria del Eterno.» El cielo lo constituye Dios. Para hacernos felices no tiene que construir ciudades en una perla gigante. El mismo es el cielo. Por ello, a nuestro juicio, lo más acertado de San Juan en la transcripción de sus visiones es al final de la lectura de hoy: « La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre. Porque la glo– ria de Dios la ilumina y su lámpara es Cristo.» Eso es el cielo. Lo demás son añadiduras. Algo así como leña para mantener viva la llama de nuestra esperanza. Pero sepamos que el cielo ya comenzó ahora mismo, porque la posesión de Cristo, de Dios, que habita en nosotros, es la raíz au– téntica del cielo. El mismo lo dijo: «Mi reino dentro de vosotros está.» 57
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