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Es lo que nos dice el Apocalipsis: «Porque el primer mundo ha pasado. Ahora hago el universo nuevo.» Nos dice el texto que no habrá mar. Así de repente nos sorprende. Porque el mar es una de las más grandes bellezas que tenemos los humanos en nuestro mundo. ¡Cuántas veces nos hemos pasado ratos inolvidables contemplando el vaivén de las olas con sus rizos ca– prichosos de espuma! El mar no puede dejar de existir. Entonces para salvar el mar nos hemos empollado unas cuantas interpretaciones, y todas coinci– den en que se hace referencia a aquel mar de donde surgió la ser– piente tentadora del Génesis. Vamos, que se trata de un símbolo del mal. Y eso sí nos gusta, que desaparezca el mal. Así tendrá que ser. Porque «en la morada de Dios con los hombres» no podrá haber mal. Es algo incompatible. Excluyente. Habrá amor, mucho amor. El amor es la esencia de Dios. Y el amor será la vida de los hombres transformados, en el mundo transformado. Amor a Dios y amor entre sí. ¡Pleno cumplimiento del Evangelio de Cristo! Eso que tratemos de hacer triunfar aquí, sólo triunfará plena– mente en el otro mundo. Es esa «tierra nueva» de la que nos habla hoy el Apocalipsis. Podríamos lanzarnos a soñar. Pero preferimos quedarnos con el pasaje, confuso y aéreo de la lectura de hoy. Y meditarlo. Una cosa es cierta: habrá una transformación. No existirá ningún mal. Existirán todos los bienes que hemos soñado alguna vez, y muchos más que jamás se nos han ocurrido. Será el mundo mejor. Será la felicidad. La posesión de Dios. En fin, algo por lo que merece la pena luchar aquí, en este mundo que a veces se nos antoja tan distinto del mundo ideal que anhela– mos. ¡Ese anhelo se cumplirá! 55

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