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salvarnos. Por eso usa cualquier género literario, no le importa que los hombres sigan con sus errores sobre el mundo, el cosmos y la ciencia, con tal de que aprendan la manera de salvarse. Y esa salvación se plasma en un Salvador. En una persona, en un Dios con nosotros. Cristo no vino a enseñarnos matemáticas, física o astronomía, sino que vino a enseñarnos el camino del cielo y a abrirnos sus puertas. Eso es lo que a El le interesa que conozcamos. Y qué lo co– nozcamos a través de El mismo. Sin duda hemos tenido envidia, muchas veces, a aquellas per– sonas que vivieron hace veinte siglos en Palestina y pudieron ver, oír y tocar a Cristo. Pues bien, El no nos niega esa dicha. Porque El nos habló bien claramente de su presencia en medio de nosotros: «Yo estaré con vosotros hasta la consumación del mundo.» «Don– de dos o tres se reúnan en mi nombre, allí estaré yo en medio de ellos.» «Lo que habéis hecho a uno de mis pequeñuelos, a mí mismo lo hicísteis.» Se queda con nosotros en la Eucaristía. lo podemos comulgar ahora lo mismo que en el momento de la institución de la Eucaristía. Y se encarna, por así decirlo, de nuevo en cada uno de los cristianos cuando lo incorpora a sí. El dijo: «Yo soy la vid, vosotros sois los sarmientos.» Y San Pa– blo nos recordó hasta la saciedad que Cristo y nosotros formamos un solo cuerpo místico: «El es la cabeza, nosotros los miembros.» Metáforas que indican la íntima unión de Cristo y nosotros. Lo tenemos más que al alcance de la mano. «Es más íntimo a nosotros que nosotros mismos.» Por eso, pienso que, si queremos conocerlo, no diré a fondo, pero sí un poco más cada día, tenemos que amarle mucho. Lo otro es pura entelequia. El cristianismo es una vida y hay que vivirla en profundidad. 41

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