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en tantos sacrificios como realizaron los hombres para aplacar a la divinidad. Cuando llegó la plenitud de los tiempos apareció el propio Cristo como embajador de Dios para hacerse cargo de todos los pecados de los hombres. ¿Será necesario recordar tanto como San Pablo ha dicho sobre esto y nos recuerdan los Evangelios? No. Mil veces lo hemos comentado. Pero lo cierto es que el eje sobre el que gira toda nuestra reconciliación es Cristo. Porque El se hizo víctima por nosotros. Y El dio su sangre por nosotros. Y ahora, ¿qué? Ahora el esperanzador grito de los hombres que creen: ¡estamos salvados! Cristo lo planificó todo para nuestro bien. Su embajada entre los hombres fue bien corta, pero enormemente eficaz. El sí creó una nueva criatura. El borró para siempre todo lo que significa pe– cado. Y si el pecado vuelve, porque nosotros somos tremendamente frágiles, entonces El torna a nosotros por medio del sacramento de la reconciliación, que es el mismo sacramento de la penitencia. Para decirlo con una palabra que nos suena mal: la confesión. Nos suena mal porque nuestros oídos están alborotados por mil teorías sin fundamento. En este mismo Año Santo ha llegado de Roma una reforma de este sacramento que ha insistido más en eso de la confianza, de la misericordia y del perdón. No hay sacramento que tanto muestre el amor de Cristo a los hombres como este sacramento. Y lo digo exponiéndome a la crí– tica de muchos. Porque este sacramento es el regalo pascual de Cristo. El sacramento que más podemos recibir los hombres, lo cual muestra y demuestra lo mucho que El conocía nuestra fragilidad, es el sacramento que de enemigos nos hacen amigos. El que ata las manos de Dios, pues quedan perdonados los pecados para siem– pre, y El nada tiene que juzgar en .la otra vida sobre un alma tan ampliamente perdonada en ésta. En fin, que reconciliación es amar a Dios, pero sobre todo es ser amados por Dios. 39

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