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RECONCI LIACION Cuarto domingo «Al que no había pecado, Dios lo hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios» (2 Cor. 5,21). ¡Reconciliación! He aquí la estrofa o el sostenido de una sinfonía que va a sonar mucho durante este Año Santo, que, aunque parezca paradoja, tiene dos años de duración. Una. palabra, un tema, una idea, que a fuerza de repetirla vamos a terminar creyendo que la hemos inventado nosotros. Que nosotros, para decirlo de otra manera, somos los padres de la criatura. Nos bastará leer la carta de hoy de San Pablo para desenga– ñarnos. Y si nos tomamos la molestia de ahondar más en el tema y en la Biblia, nos daremos cuenta que es tan antigua como la his– toria del hombre. En el principio, como un sueño, como un paraíso. Luego el eclipse del pecado lo oscureció todo. Pero la luz comenzó haciéndose es– peranza cuando Dios mismo prometió un redentor. Toda la historia cristiana del hombre se basa sobre la promesa, primero, y luego sobre la realidad de la reconciliación. Porque, ya que vamos a hablar tanto de reconciliación durante este tiempo jubilar, bueno será que comencemos por el principio. Y el principio, lo primero de todo, es reconciliarse con Dios. San Pablo nos exhorta en la carta de hoy: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios.» Y con esta breve frase, el apóstol centró el tema. Porque toda la reconciliación del hombre con Dios se ha realizado por Cristo. Antes de Cristo fue la promesa de Cristo, la imagen de Cristo 38
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