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No obstante, se tropieza uno continuamente con cristianos que le confiesan con toda sinceridad: «No sabe uno a qué atenerse. Unos dicen, otros opinan ... » Pues hay que decir: «Amigo, ya tienes años para saber a qué atenerte, para resolver por ti mismo. Tienes ojos en la cara para leer la Biblia, el Evangelio sobre todo, y saber lo que Cristo dice. Y cuando se trata de doctrina de la Iglesia tienes que saber dis– tinguir entre norma y dogma. Que la diferencia es abismal.» Pienso que la Iglesia, en la actualidad, ha dado a todos sus cris– tianos un voto de confianza para que marchen solos por la vida. No necesitamos constantemente el lanzarillo que por el camino nos diga: «Pisa ahí, no pises allí.» No. La Iglesia ha dicho a los fieles obren según su conciencia. Claro, una conciencia rectamente for– mada: según las escrituras -que para nosotros han sido escritas-, según la doctrina del magisterio y de la recta razón. No podremos saberlo todo, pero sí podremos distinguir a simple vista lo que es opinión y lo que es doctrina bien fundamentada. Porque a mí, lo mismo que a ti, no me sirve de nada el que uno cualquiera -que no tiene autoridad sobre mí- diga lo que a él le parezca bien. Será su opinión. Muy respetable. Pero tanto vale cuanto los argumentos que da. Si éstos no tienen base, son teorías para un fin de semana. Lo que sucede es que nosotros andamos casi siempre buscando algunas teorías que nos den gusto, que ensanchen la ley, que nos liberen de ciertas normas que nos resultan enojosas. En el fondo de la conciencia sabemos de sobra que aquello está mal, pero nos agarramos a ello porque nos conviene. Y eso no es ser sinceros, auténticos, ni siquiera hombres razonables, porque obramos contra conciencia. En fin, que no nos andemos por las ramas y pisemos fuerte en la vida. Sobre el camino seguro de los dogmas, los mandamientos y de la doctrina segura de la Iglesia. Lo otro será ciencia, que es bueno que adelante. Pero esperemos un poco para distinguirla de la «ciencia ficción». 37