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bra de los labios y de las obras de Cristo el Evangelio no tendría sentido. Pues «según su propia misericordia nos ha salvado», según nos recuerda hoy San Pablo. Y para eso vino al mundo. Y si borrásemos del evangelio esa finalidad, el evangelio carecería de sentido, no nos cansaremos de repetirlo. Porque no tendría sentido el mismo nacimiento de Cristo que surgió en el mundo como un milagro de amor, de bondad y de miseri– cordia. No tendrían sentido los milagros de Cristo, «que se enterneció ante el dolor de los hombres». No tendrían sentido las parábolas de Cristo. No tendría sentido el Padre nuestro, ni sus largas palabras de consuelo y aliento a los humanos. No tendría sentido su pasión y muerte. Pero pienso que es, en su nacimiento, donde aparece su miseri– cordia más al alcance de nuestras mentes limitadas. Pues Dios se hace niño, menudo, frágil, para que nosotros no cobremos miedo ante él. Ya no es el Dios ante el que temblaron los israelitas y cuyo rostro no pudo ver ni el propio Moisés; hoy «ha aparecido... », en forma humana, como cualquier niño del mundo. Pobrecito, envuelto en pa– ñales, reclinado en un pesebre. «Manso y humilde.» ¿Quién, ahora, puede tener miedo de Dios? Por ello es, quizá, por lo que el pueblo, con una gran intuición, se atreve a cantarle ciertos villancicos que, a algunos, les puede parecer irreverentes, pero que son fruto de la confianza inmensa que inspira un niño diminuto, sonriente, que ha venido justamente para salvarnos. Hay un villancico popular que relata así los hechos: A media noche nace en un portal, a media noche el Salvador. Tiembla de frío, llora de dolor, es Dios y nace sin hogar. Misterios son profundos de su amor. ¡Honor y gloria al Salvador! 19

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