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Porque nosotros también hemos sido enviados a nuestro planeta con una m1smn determinada. Será bueno recordar las palabras tan profundas y tan meditadas del Cardenal Newmann: « Dios me ha creado a mí para prestarle algún servicio concreto. A mí me ha confiado algo que no ha confiado a ningún otro. Tengo mi misión en la vida: quizá no llegue a conocerla, pero me será reve– lada en los cielos. En cierto modo soy necesario a Dios para el cum– plimiento de sus designios. Tan necesario en mi sitio como el arcán– gel en el suyo; aunque, verdaderamente, si falto puede sustituirme por otro, ya que puede transformar las piedras en hijos de Abraham. Tengo una parte en esta gran obra; soy un anillo de la cadena, un lazo de unión entre todos los seres. No me ha creado Dios inútil– mente. Practicaré el bien. Ejecutaré su plan. Seré un ángel de paz. Un predicador de la verdad en el lugar en que me ha colocado con la condición única de que le sirva según mi vocación.» La misión de Cristo, por muy alta que sea, comienza donde la de todos: «En cumplir la volutad de Dios.» Y si estudiamos un poco su vida nos damos cuenta que eso fue para Jesús como una divina obsesión. Tanto, que cuando le ofrecieron alimentos sus apóstoles les dijo: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn. 4,34). Y remata su vida en la tierra con la sexta palabra en la cruz: «Todo está cum– plido», pasando por la agonía de tener que orar durante largas horas aquello de Getsemaní: «Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya ... » ¡Qué lejos nos parece hoy -vísperas de Navidades- la agonía de Cristo! Peró todo tiene una unión misteriosa. Ahora comenzó por tener un cuerpo -carne de nuestra carne humana- por llorar y sufrir como cualquier recién nacido. La redención del hombre co– mienza ahora. Por eso podemos cantarle alegres villancicos, porque nació para salvarnos. Porque «conforme a esa voluntad todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siem– pre» (Hbr. 10,10). 15

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