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Tenemos que convencernos que vivimos entre santos. Juan XXIII, que tanto gustaba de la lectura de la vida de los san– tos, cuando estaba enfermo hacía que se las leyesen. Y un día se le escapó espontáneamente ante el ejemplo de virtudes de aquellas vidas: «Eso también lo hago yo.» Hay sobre la tierra, pisando el mismo polvo que nosotros pisa– mos, reventándose en el mismo asfalto, subiendo al mismo autobús, muchas gentes santas. Por ejemplo, la madre que tiene que calcular el presupuesto dia– rio para que el pan y lo demás llegue para todos y para todo el mes. Que soporta el carácter agrio del marido y los gritos de los chicos. Que sabe educarlos en la fe de Dios dando ante todo ejemplo. Que aunque las cosas se pongan difíciles no pierde la esperanza. Que encuentra un hueco para rezar, para oír misa y comulgar, para estar en contacto con Dios cada día. En fin, que vive como una santa. Lo que sucede es que todos los que la rodean no se dan cuenta. Hace falta que se vaya para que digan: «Era una santa.» Y hombres santos ... Que saben soportar las injusticias, los abu– sos, las tentaciones. Que resisten el soborno y la malquerencia. Que luchan catorce horas diarias para sacar la familia adelante, y que no les falta un rincón en el alma para acordarse, entre tantos ava– tares, de Dios. Podríamos rriultiplicar los ejemplos. Pero que cada cual piense en los que conoce. Hemos de convencernos que la santidad no consiste en «hacer cosas extraordinarias, sino en hacer lo ordinario extraordinariamen– te bien». Esto lo dijo un santo, San Francisco de Sales, que cuando canonizaron al tercero de los Franciscos santos, una listé\ iniciada por San Francisco de Asís, dijo: «Yo seré el cuarto.» Y lo fue. ¿Cuándo tomaremos nosotros esa decisión viril de hacernos san– tos a tnwés de la vida que se nos ha dado? '!49

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