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se resuelve en un pueblo escondido en Galilea, y .José, «hombre bueno», no sale por ahí a pregonar su bondad y su importancia. Había un proverbio, que hemos olvidado, que dice así: «El bien hace poco ruido y el ruido poco bien.» Ahora tendríamos que repe– tirlo mucho más, pues ¡cuidado que nos hace daño el ruido!, de– jando a un lado las bombas. Ateniéndonos al campo religioso, todo eso que sea propaganda desproporcionada, gritos estentóreos, salidas fuera de tono, es lo que más daño hace a la Iglesia. Pero hay gentes que no se están tranquilas si no están constantemente levantando ampollas en la Iglesia de Dios. Acusando a éste y al otro. Echando en cara esto y aquello. Olfateando herejes por todas partes y atizando el fuego de las mil discordias. Habría que gritarles: usted a lo suyo y cállese. La mejor denuncia, sea del color que sea, es el trabajo constan– te, el cumplimiento del deber, el cooperar en la obra de Dios allí donde Dios nos pide que trabajemos. A la larga, esa labor da su fruto. No lo veremos nosotros quizá, pero sabemos que nuestro sudor no cae en vano en la tierra bien trabajada. El día que nosotros abriésemos bien las manos, nos diésemos la paz y utilizáramos las dos manos para trabajar, como hizo José en su taller, sin mirar si es la izquierda o la derecha, el mundo andaría mucho mejor. Cada cual en su puesto. No todos utilizarían las manos en sentido material, porque cada cual tiene su trabajo. Pero todos fabricaríamos un mundo mejor. Lo que pasa es que trabajar cuesta mucho. Dar el callo es de valientes. Es mucho más fácil andar criticando los fallos de los que trabajan. ¡Sólo los que hacen algo se equivocan alguna vez! Que los otros han convertido toda su vida en un fallo. La gran lección de San José a nosotros puede ser esa de cum– plir el deber específico de cada uno en la vida, y la de ser simple– mente buenos. 141

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