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no es nada más que una exaltación de su humanidad. Y eso es el mayor signo de amor por los hombres. Pues se ha encarnado en los hombres. Se hizo hombre con todas las consecuencias, sin dejar de ser Dios. No es el Rey, a modo humano, poderoso, guerrero, conquistador, solemne, lleno de esplendor y de gloria. Aunque nosotros hayamos querido darle muchas veces esos atributos, no es eso Cristo. La fiesta litúrgica de hoy nos lo proclama en todas sus lecturas. Porque su reino no es para este mundo. Y El mismo promete al buen ladrón que estaría con él aquel mismo día en el paraíso, ese cielo al que hay que ir a través de la puerta oscura de la muerte. San Pablo nos habla hoy de la finalidad que Cristo tuvo con su vida y con su muerte: « Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz.» Que nosotros y todas las cosas han sido reconciliadas con Dios por medio de la redención de Cristo lo sabemos todos nosotros. Ahora falta que todas las cosas se reconcilien entre sí. Sobre todo el hombre, esa cosa casi divina, con capacidad de amar y de odiar. Cuando Cristo dice en el Evangelio: «Mi Reino dentro de vos– otros está», quiere decir que por ahí hay que comenzar. Por instau– rar el reino del amor. de la paz, de la fraternidad en el propio cora– zón, para que luego irradie sobre el mundo. Porque el espíritu del Reino de Cristo está en su doctrina, y si ésta no cala en el espíritu de cada hombre jamás se establecerá en el mundo. Respondemos, pues, a la pregunta del título, diciendo que el Rei– no de Cristo no es de la manera que aún los hombres (en estos tiempos, en que .apenas hay reyes) lo concebimos. Es un reino que va directamente a las almas. Que busca la conversión, la reconci– liación del pecado y la reconciliación entre los hermanos. Es, en fin, el Reino que el prefacio de la fiesta litúrgica nos proclamará en este día. 135

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