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Paradójicamente, en un mundo que se llama cristiano, nosotros podemos estar adorando a los ídolos. Cada cual se ha hecho su propia imagen de Dios, a la que adora y que no le saquen de ahí. A veces, nuestro Dios particular tiene muy poco que ver con el Dios de la Biblia, del Evangelio. Aunque nos comamos a los santos, cualquiera que nos observe en profundidad nos puede catalogar de ateos. Esta paradoja se da hoy. Y podemos ser ateos cuando no esperamos en Dios. Cuando todo lo planificamos a medida de nuestros deseos. Cuando hace– mos una religión que sirva a nuestros intereses. No esperamos nada de nadie y lo confiamos todo a nuestros esfuerzos. Construi– mos nuestra propia bienaventuranza. «Bienaventurados los que na– da esperan, porque no serán engañados.» Todo eso estaría muy bien si no prescindiésemos del Dios ver– dadero. Del Dios que, según sabemos por la Biblia, nos ha lanzado al mundo, nos ha dado la energía que tenemos para caminar y per– forar montañas y nos asiste cuando le invocamos. Si somos de veras cristianos, tenemos que contar con Dios en el túnel de nuestra vida, de este nuestro mundo cada vez más se– cularizado, donde sólo cuenta el hombre que no es imagen de Dios, sino medida del propio hombre. La diferencia entre un cristiano y otro hombre cualquiera está en la esperanza, fruto de fe auténtica. Sin ella, el cristiano, que es un hombre cualquiera, que camina por la vida, no pasaría a ser un hombre cualquiera. Pienso que importa mucho meditar esas palabras que los domin– gos proclamamos como «palabra de Dios», para que sean nuestra guía en el acontecer diario. Que no avancemos al compás de una fe rutinaria, que eso no es avanzar. Que vivamos de la fe, y que florezca en nuestra alma la llama de la esperanza. Que ésta sea como el arco que nos lanza hacia arriba. Y que jamás, a pesar de todos los pesares, perdamos la esperanza, regalo de nuestro Dios, que como dice San Pablo: «Nos ha amado tanto y nos .ha regalado un consuelo permanente y una gran esperanza.» 131