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Todos tenemos que combatir el buen combate de la fe. Veni– mos al mundo un día qúe señalaron en nuestra agenda de vida, nos dieron una fe como bagaje del alma y nos pusieron un camino de– lante de los pies. Todos hemos tenido, tenemos, que realizar una misión en la vida. Es semejante a la de miles de hombres que no tienen fe. Pero la diferencia está en que nosotros tenemos una meta trascendente. Que nosotros ya vivimos la vida divina al compás de la terre,na. Que nosotros somos hombres de esperanza. Que nosotros, cuando la muerte se acerca, podemos hablar, como San Pablo, de partida. Es importante que comprendamos que el gran signo cristiano está en ésta su postura ante la vida. Vemos los acontecimientos diarios, e incluso de la historia, no como sucesos que terminan en un abismo, sino de una manera lineal siempre ascendiente. En medio de estos acontecimientos de cada día se está realizando la salvación de nuestra alma y nosotros estamos viviendo la gran aventura de la fe, hasta que lleguemos a la meta final. Y al final se nos preguntará sobre nuestra fe. Si podemos decir como Pablo «he mantenido la fen, es suficiente. La fe con todas las consecuencias. Entonces estarnos salvados. El que nos salva se llama el Salvador. El nos salvó una vez por todas. Pero tiene que seguir salvando a cada uno de nosotros. Porque si nosotros no nos engancharnos a esa salvación de Jesús, su venida, su muerte, sería inútil para cada uno de nosotros. San Agustín solía repetir esta frase: «El que te hizo a ti sin ti, no te salvará a ti sin ti.» He aquí la gran diferencia. Dios no nos pidió permiso para crearnos. Sin embargo, nos lo pide para sal– varnos. Quiere que nosotros actuemos en nuestra propia salvación. Que seamos protagonistas de nuestra propia historia. San Pablo lo fue de una manera relevante. Nosotros, de una forma minúscula, también lo somos. Y por esto poco y por el «mucho» de Cristo seremos salvados. 127

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