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La experiencia nos 1 dice que es cierto. Podrán mil jueces decir que somos inocentes, y otros mil notarios levantar acta de lo mis– mo, que por lo menos quedará en el fondo de los que lo han oído esa mínima duda de «sí, pero ... » Todo eso indica la fuerza inmensa de la palabra humana. ¡Cuán– to más de la palabra divina! El mundo fue convertido por la palabra divina. Unos hombres se lanzaron a un mundo pagano anunciando un mensaje, y al poco tiempo ese mundo pagano era cristiano. ¿Por qué? Porque su palabra llevaba toda la fuerza de Cristo. No les importaban los sufrimientos; más había sufrido Cristo. No les importaban las incomprensiones, con tal de que Cristo fuera comprendido. La fuerza de la palabra eran tan grande porque estaba transida de un testimonio auténticamente cristiano. Detrás de aque– lla pantalla sonora de la palabra estaba viviente Cristo. Si hoy, en un mundo, en una civilización, que se han titulado -y se titulan- cristianos, se siente la urgencia de evangelizar, es sencillamente porque el mundo cristiano se ha paganizado. ¿Por qué? Nos basta constatar el hecho, reconocido por todos, incluso por los obispos; las causas son muchas y muy complejas. Pero hay algo que admiten todos: la palabra salía muerta de nuestros labios. Evangelizábamos, algunas veces, como por oficio. Decíamos ver– dades de a puño sin vivirlas. Cristo no estaba presente en nuestra vida, menos en nuestra palabra. Era una doctrina aséptica. Un enun– ciado magistral. Un concepto. Y el cristianismo es, ante todo, una vida. Que compromete a mucho. Que lleva a quien lo anuncia a mil complicaciones. Los após– toles murieron mártires. Sufrieron cárcel, pero la palabra anunciada por ellos cobró vida propia, no fue encadenada. Otros recogieron la antorcha. Evangelizar, pues, no es sólo anunciar. Es comprometerse. Es estar dispuesto a dar la vida por el mensaje. Responder con nuestra sangre de nuestra palabra. 123

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