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Vigésimo cuarto domingo «Doy gracias a Cristo Jesús nuestro Señor que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio» (Tim. 1,12). PECADO Y CONFIANZA San Francisco de Asís solía repetir, frecuentemente, al fin de su vida: -Soy el mayor pecador del mundo. Por entonces su fama de santidad llenaba toda Italia y corría por el mundo. Por eso uno de sus discípulos, creyéndole poseído de una falsa humildad, se atrevió a replicarle: -Pero, padre, cómo decís eso: V los criminales, facinerosos, viciosos ... San Francisco le replicó de una manera que es para hacer pensar: -Si a ellos Dios les hubiese dado la gracia que a mí, serían mucho más santos que yo. Los que no lo somos estamos tentados de juzgar la humildad de los santos de una falsa y exagerada humildad. Por aquello de que «humildad es andar en verdad» ... Pero no. Es que ellos tienen una conciencia única de la santidad de Dios y perciben el abismo infinito que separa la santidad de Dios del pecado de la criatura. Por eso también San Francisco se pasaba noches enteras di– ciendo esta única oración: -Quién sois vos y quién soy yo ... Sirva toda esta larga cita para glosar brevemente las palabras de San Pablo. El apóstol debía de estar poseído de esa profunda humildad, aun sabiéndose apóstol del Señor, al reconocerse peca– dor... Sin duda, por eso mismo se juzgaría indigno. Lo mismo que Pedro, que al ver la pesca milagrosa le dijo a Cristo: «Apártate de 114

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