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Me decía una persona que siempre que se constituía un tribunal llovían las recomendaciones. Eran tantas presiones por tantas partes que al fin terminaban por no hacer caso de ninguna. Pero ¡ay! del que fuese sin recomendación, porque no se fijaban en él. Y mira por donde la gran injusticia se comete al no hacer la recomenda– ción. Porque una persona bien preparada, con aptitudes, pasa des– apercibida porque nadie se preocupó de poner luz verde sobre su persona. Bien, sería mejor que no existiesen recomendaciones. Sería un alivio para todos: los que tienen que pedirlas, sufrirlas y hacerlas. Pero seamos humildes y reconozcamos la realidad donde nos ha tocado vivir. Y pienso que el querer marchar por la vida sin recomendaciones de ningún género no deja de ser un orgullo. Aquellos que dicen, «yo no necesito recomendaciones, yo me basto por mí mismo», de– muestran valer bastante menos que aquellos otros que piden las recomendaciones y que se preparan a fondo para no dejar en mal lugar al que se la ha hecho. La carta de San Pablo es un modelo de recomendación: es un ruego, es un no forzar, sino dar un margen a la libertad del otro, para que en definitiva sea quien hagc1 e! favor. Es un poner en primer plano todo lo que él ha hecho por la persona a quien pide la recomendación. En fin, que no seamos tan misántropos, tan insociables, como Robinsón que, en su isla solitaria, se asustó al ver un día en la playa la huella de un hombre. Se creía solo, lejos de todos, bastán– dose a sí mismo... Nosotros vivimos en medio de un mundo donde hay huellas de hombre por todas partes, y codazos y zancadillas, y tenemos que agarrarnos los unos a los otros, no para destruir a los demás, para avasallarlos, sino para no caer, para poder conservar el puesto... Bueno, que habrá que seguir con las recomendaciones ... 113

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