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Vigésimo segundo domingo «Vosotros no os habéis acercado ... » (Hbr. 12,18). DIOS LEJANO, DIOS CERCANO La gran epopeya de Dios con el hombre, o viceversa, se puede resumir en una sola palabra: revelación. Desde siempre el hombre buscó a Dios. Desde siempre el hom– bre, porque no le conocía bien, temió a Dios. El hombre se hizo ídolos, fundamentalmente por dos razones: para tenerle cerca y para defenderse de lo desconocido. El ídolo da la medida del hombre. Cuando un humano quiere reducir a la divinidad a un objeto familiar al que adora, está tratando de limitar lo infinito. No concibe algo que no comprende. Cuando el hombre hace, por ejemplo, de la serpiente un ídolo no quiere decir, según nuestra actual concepción, que se arrastre al nivel de las serpientes. Quiere decir que ha visto a camaradas suyos capaces de doblar a un toro con su hercúlea fuerza, caer rendidos por la mordedura de una serpiente. Por eso, al no adivi– nar el porqué, la han adorado, para que el ídolo les defienda de la mordedura insidiosa. Cuando Dios se reveló en lo alto del Sinaí, según nos recuerda la carta de los Hebreos, quiso demostrarles que El estaba sobre todos aquellos ídolos, que era un ser poderoso, que no podían hacer representaciones porque podrían caer en la idolatría; trató de infun- 110

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