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que tienen que desembocar en guerras o en guerrillas. Y así se podrían ir multiplicando también las interrogantes. Dejando todo eso a un lado, indica poca inteligencia y poca obsevación el preguntar: ¿por qué si Dios es mi Padre... me cas– tiga? Porque justamente nadie castiga tanto a los hijos como los pro– pios padres. La base de la educación está montada sobre los bue– nos ejemplos de los padres, los consejos y los castigos. El niño mimado es mal educado. Y siempre hemos oído decir que los hijos se eduquen con sus padres, porque los otros -y no hablemos de los abuelos- no se atreven tanto a castigar, a violentar los instintos de los niños. Se oye decir: «Si fuesen míos, ya me encargaría yo de que no hiciesen esto o hiciesen lo otro, pero ... allá sus padres.» Dios es nuestro Padre. De eso no podemos dudar. Aún acha– cándole, como causa remotísima, de todos esos males que entran en el plan de su Providencia -cosa que en buena lógica y en buena teología no podemos hacer- hay que decir que todo eso que nos duele, que nos frena en la vida, podemos aceptarlo como castigos de nuestro Padre Di.os, que por eso mismo que es nuestro Padre nos corrige. Justo en la carta litúrgica de hoy leemos: «Aceptad la correc– ción, porque Dios os trata como a hijos, pues ¿qué padre no corrige a sus hijos? Ningún castigo nos gusta cuando lo recibimos, sino que nos duele; pero después de pasar por él, nos da como fruto una vida honrada y en paz.» Pienso que debemos reflexionar a la luz de la fe. Comprende– remos, quizá, que eso que llamamos castigos son caricias. Y que el hombre de fe robusta sale más fortalecido de las pruebas. La vida que nos muestra tantos modelos también nos muestra hom– bres admirables que han sabido sacar de las pruebas fuerzas para acrecentar su fe. 109
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